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miércoles, 23 de junio de 2010

La casa de Almatret

Almatret es un pueblo de la provincia de Lérida en la comarca del Segriá que limita con la provincia de Tarragona y con la de Zaragoza, con las que comparte el discurrir del río Ebro (de hecho Almatret es el único pueblo de la provincia de Lérida por el que este río fluye). Con esto he dicho menos que lo que cualquier persona podría encontrar casualmente en Internet. Sin embargo, si digo que Almatret es el pueblo en el que nació y vivió mi madre hasta que se casó y al que mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí cada fin de semana de nuestra infancia y adolescencia y en el que están gran parte de mis recuerdos de estas dos etapas, seguramente esa objetividad con la que empezaba este escrito se desvanezca y empiece un periplo lingüístico cargado de impresiones, sensaciones y sentimientos que difícilmente pueden tener cabida en una página oficial de un sitio.

Como niña, recuerdo Almatret como mi paraíso de libertad. Libertad en todos los sentidos ya que no sólo pasaba allí los dos meses de vacaciones escolares bajo la tutela de mis abuelos, liberada de los más estrictos mandatos de mis padres, sino también porque la vida en un pueblo en el que a penas había tráfico nos permitía andar todo el día con las bicicletas y acercarnos a las balsas y masías que bordeaban el pueblo con total despreocupación tanto de grandes como de pequeños.

La casa de mis abuelos en la plaza mayor del pueblo era y sigue siendo una casa con encanto. Durante muchas generaciones fue una tienda en la que se vendía de todo un poco. Testigo de esta actividad comercial son los mostradores y las estanterías que cubren las paredes de la entrada a la casa que aún hoy perduran. Multitud de cachivaches varios (pesas para balanzas, botellas de vidrio y de medición para la venta de líquidos y en general todo aquello de lo que tanto mi bisabuelo como mi abuela hicieron uso, fueron retirados poco a poco después de la muerte de mi abuela. No obstante, estoy segura que si abriese alguno de los pequeños cajones que en su tiempo estuvieron destinados a albergar alfileres, hilos, velas, botones, etc… todavía hoy encontraría algo que no dejaría de sorprenderme. En casa de mis abuelos, todo cabía y de todo había. Curiosamente hoy en día mis hijas, que no se han criado en Almatret y que de la casa conocen sólo ese encanto de lo antiguo y decadente pero ya sin vida propia, insisten en ir allí y deambular por sus laberínticas habitaciones, abrir armarios y encontrar los más curiosos objetos que formaron parte de la vida cotidiana de mis abuelos en una época en que la casa estaba llena de vida. Para ellas eso sería una aventura similar a explorar una isla desierta que promete el hallazgo de un gran tesoro a quien se atreva a rastrearla. A los adultos, sin embargo, nos invade una especie de pereza que más bien se asemeja a un sentimiento de derrota al ver el estado ruinoso de esa casa a la que nosotros sí nos sentimos afectivamente vinculados.

Nadie se preocupó de ir manteniendo la casa en buen estado. Mi abuela la heredó como heredó la profesión de su padre y unas mínimas reformas permitieron que la vida pudiera continuar en ella en condiciones decentes. Después de la muerte de mi abuelo en el año 1997, y del subsiguiente abandono de la casa por parte de mi abuela para venirse a vivir a Fraga con mis padres, marcó el inicio del deterioro y la decadencia total.

Durante un tiempo se contempló la posibilidad de demolerla y construir una nueva casa, más sencilla, pero la verdad es que nadie de nosotros se ha atrevido a gastar el dinero que supondría levantarla de nuevo sobre todo cuando ya nadie de nosotros tiene tirada de ir a Almatret. Quizás eso de que no tenemos tirada haya sido debido a que la casa dejó de estar en condiciones hace muchos años porque lo cierto es que Almatret es un lugar ideal para veranear: a tan solo treinta y cinco Kms. de Fraga encontramos buen paisaje y buena temperatura. ¿no es eso lo que buscamos la mayoría de las veces cuando vamos de vacaciones?

A veces uno tiene la voluntad y el deseo de volver al lugar en el que fue feliz pero se encuentra con el obstáculo de que la persona con la que se comparte la vida no guarda ningún vínculo afectivo con dicho lugar. De todas formas, yo no descarto volver algún día allí porque soy incapaz de imaginar mi vida totalmente desvinculada de Almatret. La vida da muchas vueltas y quién sabe si algún día esa casa vuelva a recuperar su esplendor y, aunque sea dos generaciones más tarde, “Casa Ramundeto” pueda volver a abrir sus puertas.



3 comentarios:

Anónimo dijo...

Está muy bien esa reflexión sobre la casa de Almatret. Yo creo que cada casa tiene su "alma" y en "ALMAtret", qué te voy a contar. Es un alma colectica hecha de girones desgajados de quienes la habitaron. ¡Cómo me gustaría "refitoliar" cajones o estanterías y quizás hacer fotos de algunos rincones... No te desvincules de ella, si puedes.
Mariano Coronas

Anónimo dijo...

Sé que te gustaría esa casa porque entre otras muchas cosas tiene el techo de la tienda recubierto con antiguos carteles publicitarios de la época de mi bisabuelo: chocolates, "crecepelos"... y que mucho me temo no puedan despegarse para ser conservados. Habrá que echar mano de la cámara...
Mercè

Anónimo dijo...

Bueno, Mercè, ya los estás fotografiando, ¡no me jodas! a ver si, por h o por b... Podíamos hacer una excursión literaria el próximo curso hasta Almatret con la gente del Grupo de Lectura, después de leer, por ejemplo "Casa habitada" de Cortázar...
Mariano